Ella tardó en pensar.
-No lo sé. -Volvió el rostro hacia la acera que conducía hacia sus hogares-. ¿Le
importa que regrese con usted? Me llamo Clarisse McClellan.
-Clarisse.
Guy Montag. Vamos, ¿Por qué anda tan sola a esas horas de la
noche por ahí? ¿Cuántos años tiene?
Anduvieron en la noche llena de viento, por la plateada acera. Se percibía un
debilísimo aroma a albaricoques y frambuesas; Montag miró a su alrededor y
se dio cuenta de que era imposible que pudiera percibirse aquel olor en aquella
época tan avanzada del año.
Sólo había la muchacha andando a su lado, con su rostro que brillaba como la
nieve al claro de luna, y Montag comprendió que estaba meditando las
preguntas que él le había formulado, buscando las mejores respuestas.
-Bueno -le dijo ella por fin-, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tío dice que
ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunta la edad, dice,
contesta siempre: diecisiete años y loca. ¿Verdad que es muy agradable
pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces,
permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.
Volvieron a avanzar en silencio y, finalmente, ella dijo, con tono pensativo:
-¿Sabe? No me causa usted ningún temor.
Él se sorprendió.
-¿Por qué habría de causárselo?
-Les ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y
al cabo, usted no es más que un hombre...
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