viernes, 15 de agosto de 2014

Dulce locura.

Ella tardó en pensar.

 -No lo sé. -Volvió el rostro hacia la acera que conducía hacia sus hogares-. ¿Le importa que regrese con usted? Me llamo Clarisse McClellan. -Clarisse.

Guy Montag. Vamos, ¿Por qué anda tan sola a esas horas de la noche por ahí? ¿Cuántos años tiene?

 Anduvieron en la noche llena de viento, por la plateada acera. Se percibía un debilísimo aroma a albaricoques y frambuesas; Montag miró a su alrededor y se dio cuenta de que era imposible que pudiera percibirse aquel olor en aquella época tan avanzada del año.

 Sólo había la muchacha andando a su lado, con su rostro que brillaba como la nieve al claro de luna, y Montag comprendió que estaba meditando las preguntas que él le había formulado, buscando las mejores respuestas.

 -Bueno -le dijo ella por fin-, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tío dice que ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunta la edad, dice, contesta siempre: diecisiete años y loca. ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.

 Volvieron a avanzar en silencio y, finalmente, ella dijo, con tono pensativo:

 -¿Sabe? No me causa usted ningún temor. Él se sorprendió.

 -¿Por qué habría de causárselo?

 -Les ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre...

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